Cuando no eres invitado

30 agosto, 2025

Recordé este artículo el día que Sebastián, mi hijo, comenzó a llorar mientras estábamos sentados en una banca del parque. El dolor que sintió me tocó profundamente… y no solo a mí: estudios científicos han demostrado que el rechazo social activa las mismas zonas del cerebro que el dolor físico. Y ese día lo comprobé.

 

Con frecuencia vamos juntos al parque de nuestra colonia. Sebastián ya tiene ahí un pequeño grupo de amigos, y los viernes son especiales, porque podemos quedarnos un rato extra a jugar, conversar y simplemente disfrutar.

 

Pero este viernes fue distinto.

 

Ninguno de sus amigos llegó. Sebastián decidió ir a buscar a uno de ellos a su casa, y este le explicó que no podría salir porque tenía visita: una niña que a veces juega con ellos.

 

Hasta ahí, todo parecía una explicación lógica.

 

Sebastián regresó algo confundido, pero tranquilo. Se sentó a mi lado y nos quedamos un rato esperando. Unos minutos después, su amigo salió con la niña… pero solo para decirle que quizá más tarde saldrían al parque, aunque no sabían a qué hora, porque él tenía visita.

 

Sebastián no dijo nada.
Pero yo lo entendí con claridad: no estaba siendo invitado.

 

El tiempo pasaba y Sebastián comenzó a aburrirse. Hasta que, con voz bajita, me dijo algo que me conmovió profundamente:

 

“Yo quisiera que me invitaran también”.

 

Esa frase resume uno de los anhelos más universales del ser humano: pertenecer, sentirnos incluidos, formar parte de algo o de alguien.

 

Tuve que explicarle a Sebastián que, esta vez —aunque su amigo fuera uno de sus más cercanos—, él no había sido invitado. Y entonces llegaron las lágrimas. Y con ellas, mi propio dolor como padre.

 

Sebastián insistía en que lo dejara ir a “pedir ser invitado”.
Y créeme: como papá, nada quisiera más que evitarle ese dolor. Pero también sentí que era una oportunidad para cultivar algo igualmente importante: la ecuanimidad.

 

Le expliqué que ese día su amigo probablemente había elegido pasar el rato con esa niña. Que aunque nos duela, todos tenemos derecho a elegir con quién compartir nuestro tiempo. Y que él mismo lo ha hecho antes: invitar solo a dos amigos al cine, o elegir con quién jugar en casa, sin mala intención.

 

Todos queremos sentirnos incluidos. Y claro que duele cuando alguien cercano nos deja fuera, aunque sea solo por un día.

 

Pero también es cierto que nadie es la única persona en la vida de otra persona.

 

Y aprender esto —aunque sea difícil— nos ayuda a cultivar algo fundamental para la vida:
La capacidad de mantener el equilibrio emocional, de comprender que los afectos no son exclusivos, y de abrirnos a construir nuevos vínculos sin depender por completo de una sola persona o grupo para sentirnos valiosos.

 

Porque pertenecer no significa depender, ni estar disponibles para todos todo el tiempo.
Y porque, incluso en momentos de exclusión, podemos encontrar nuevas formas de conexión.

 

¿Por qué contar esta historia aquí?

 

Porque en Diálogo en la Oscuridad creemos que las verdaderas transformaciones vienen del encuentro con lo humano.

 

Y el deseo de pertenecer —así como el dolor de no ser invitado— es algo profundamente humano. Lo vivimos todos: niñas, niños, adultos, personas con o sin discapacidad.

 

Crear espacios donde todas las personas puedan sentirse vistas, escuchadas e incluidas es parte de nuestra misión. Pero también lo es cultivar la conciencia de que cada uno de nosotros tiene el poder de elegir, de crear comunidad, y de construir relaciones desde el respeto, la empatía y la libertad.

 

A veces no somos invitados.
Y eso duele.
Pero también es una oportunidad: para mirar hacia adentro, para crecer, y para tender puentes nuevos hacia otros.

 

Pepe Macías